lunes, agosto 06, 2018

NO TE OLVIDES DE METER EN LA MALETA

No te olvides de meter en la maleta
las ganas de sembrar sueños,
tu voz recién estrenada
y la dulzura de tu rostro.
Una bolsa de agua caliente con gafas de sol,
las bragas nuevas,
y tus miedos escondidos en zapatos:
que salgan cuando puedas contemplarlos
para darles forma de sendero.

No te olvides de meter en la maleta
la antena que descubre perlas de cianuro
y la tijera para cortarlas,
la almohada de peluche,
y esas pecas que te acompañan siempre
que encuentras corazones con los que fundirte.

No te olvides de meter en la maleta
las pinzas de respetar vidas,
las noches sin luna que ayudan a llorar,
la fuerza para empezar de nuevo sin culpa,
el paraguas de ganchillo,
y la firmeza de las decisiones reversibles.

No te olvides de meter en la maleta
la niña que fuiste, el olor de tus recuerdos,
una toalla insobornable
y tu linterna para detectar belleza.
La varita que cuestiona verdades absolutas,
el vapor para disuadir tu imagen congelada,
y convertirla en personaje soberano,
libre y desmelenada.

No te olvides de olvidarte tu maleta
y olvidar los consejos para inventarte de nuevo
con tu propio criterio

con el que nos enseñaste a desaprender.

EL TESORO

Solo las une una caja.

Una vez al mes se juntan para abrirla
y meter un huevo más.
La hija guarda las llaves.

Es un gusto contemplarla.
Repleta de huevos macizos, brillantes,
tan valiosos como inertes.

Así llevan tanto tiempo
que los huevos son incontables
más de los que nunca podrían gastar.

Fuera está la noche sin sueños,
los días eternos sin abrazos,
las horas de espera,
la casa vacía.
Palabras para nadie,
pasos perplejos por los pasillos,
suspiros de culpa y abandono.

Pero una vez al mes
esa caja,
el crujido de las llaves,
la incertidumbre fugaz,
esos segundos
justo antes de saber si siguen ahí,
si están todos.

El placer de dejarse cegar
por la dócil belleza,
por la verdad inmóvil.
El gozo de añadir un huevo más,
igual de brillante, de inerte, de valioso.

Fuera todo está pendiente,
flotando sobre piélagos terribles,
fuera hay que hablar y llorar y tocar,
y forcejear con angustias y desvelos.

Pero ahí, ante la caja,
la materia vuelve a su sitio,
el suelo se hace firme,
el silencio es una cueva mullida;
madre e hija se miran unos segundos,
se sonríen
como bandidas recién fugadas.

Cierran la caja y se marchan

cada una a su orilla.