jueves, enero 10, 2019

Persuasión

Convencí a las olas de quedarse quietas,
inmóviles unos segundos,
con su espuma congelada
 y el agua a punto de caer.

En la playa los paseantes
creían que se había parado el tiempo
y buscaban con la vista signos de vida,
de movimiento.
Sólo el mar estaba impávido.

Fue tan fugaz que no hubo ocasión de almacenarlo.
Los que lo vieron olvidaron la escena por imposible.
Y así cayó la proeza en saco inútil
como todas las proezas insolubles,
como todos los sacos heridos,
condenados por su naturaleza horadada
a esquivar el tiempo,
a traicionar su propia esencia.

Dicen que en la eternidad que precede a la muerte
vemos pasar una a una,
en filminas engarzadas,
las estampas que los sacos perforados dejaron escapar.

Sólo entonces comprendemos nuestra crónica:
el día que paramos el viento,
las penas enterradas en gigantes tristezas ajenas,
la injuria que esquivamos
cuando se dirigía a nuestra sien,
la que no pudimos esquivar
y se volvió calima permanente,
los miedos disfrazados de reproches,
la gloria envenenada que silenciamos,
los ríos devueltos a su fuente,
la fuente enmudecida por rumores ilusorios,
la fuente convertida en brisa de mariposas.

No sé si sirve de algo comprender tan tarde,
yo por si acaso,
de vez en cuando,
juego a persuadir al mar, a seducir al viento.

Pistola de palabras

Yo tenía una pistola de palabras.
Al activar el gatillo contra alguien
de ese alguien salían frases balsámicas.

Me llevé la pistola en nochebuena,
"No es tu culpa es el hálito del tiempo",
comentó Pedro al servir la crema.
May no supo contestar. Probó un poquito,
y se quedó prendada de ese tacto:
 la calabaza, el puerro, algo de albahaca...

Disparé esta vez a mi sobrino:
"Solo el paso levísimo de un cuento
aliviará tu cieno", dijo mientras llenaba mi copa
de una especie de vino intrépido
sólo apto para héroes insensatos,
al beberlo entendí que me había disparado,
y fui yo la que tomó la palabra:
"No te apures, estoy hecha de algodones y victorias",
le dije a mi madre.

No sé si lo escuchó, tan absorta como estaba
recogiendo el plato de su hija
lleno de pieles de marisco.

"Duerme bien, tienes todos los septiembres", añadí.
Esta vez sí me miró.
La noté distraída, algo insensible,
esquivándome todas las tristezas.

Desde el punto de vista de una bala
es preciso ser rápida, invisible.
Comprendí que tendría que penetrar en su cabeza.
Rauda, esquiva, sinuosa,
firme como el hilo tras la aguja,
sin opción al titubeo,
allí estuve entre sus culpas y sus miedos,
entre tizas y pespuntes.
"Ay, hija, qué bonitos son tus sueños",
 conseguí que me dijera,
"aunque no son compatibles con mi cielo".