El trazado de su vuelo
se paró abruptamente
como si en su carrera
hubiera encontrado de
repente un abismo.
Las batidas de sus alas
se hacen rápidas, bravías,
inútiles;
con la última se pliegan
tozudas, como mandíbulas
furiosas.
Sus latidos palidecen
hasta reducirse a
diminutos lunares azarosos.
Su falsa voz invisible
se aleja de la vida
a través de la finísima
aguja
que atraviesa su cuerpo.
Luego la delicada blancura
de una mano
separa con mimo las dos
partes
siamesas reflejadas,
sin polvo vital
sin el brillo que aboca
al movimiento,
sin miedo a morir,
convertidas en lienzos
exánimes
de siluetas bellísimas.
La caja rebosa color
simétrico
como una fotografía en 3D
que acumula prototipos
de todas las formas sublimes,
de todas las
combinaciones hipnóticas
de pigmentos
aparentemente aleatorios.
No pesan, no se pueden
tocar, no se mueven,
no vuelan, pero existen
pétreas y ausentes
en un azul leve e
impreciso,
el azul de todos los
principios,
con trazos profundamente
curvos
como son los trazos que
imitan la vida,
un azul que se muda en
tonos contracorriente,
blancos, naranjas,
negros, transparentes,
que un día crepitaron en
el aire
provocando enormes
primaveras,
y hoy yacen, reliquias
fósiles,
víctimas de su hermosura
y testigos mudos del
capricho
de quien cree poseer
una morgue gloriosa.
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