Había
cientos de estorninos,
tantos
que su sombra apagaba la dolorosa claridad del otoño.
Anhelábamos
volar,
vivir
suspendidas en el falso silencio
de
los cantos
que
los nuestros habrían dibujado
para
que nunca nos perdiésemos;
anhelábamos
jugar con el aire cálido y frío,
en
un fuego helado que se burlara
de
nuestra loca trayectoria.
Pero
estábamos abajo,
hipnotizadas
por el lienzo mudable,
respirando
aquella extraña música
limpia
a tropezones,
demasiado
grande para utilizarla de cobijo;
tumbadas
en el suelo, muy juntas,
como
si fuésemos hermanas que esquivan el sueño
a
través del cuento reinventado cada noche
por
una madre común.
Los
pájaros se mofaban también
con
su lluvia viscosa.
Una
gota se estampó en la mejilla de Julia
que
alzó su dedo buscando culpas,
entonces
las risas del cielo
se
fundieron con las nuestras.
Aún
resuenan
en
la caja torácica de aquella plaza.
No
sé qué fue de los estorninos,
del
cielo nublado
siquiera
por plagas de langostas,
en
el peor de los casos
por
simples hormigas aladas.
No
sé qué fue de la vida a tropel
en
manada desbocada,
de
las carcajadas en la calle,
que
nos guiaban los sueños,
ni
entiendo
cómo
se
puede ser niña sin ellos.
1 comentario:
Bravo
Publicar un comentario